viernes, 25 de febrero de 2011

El mismo cielo

Estoy sentada delante de mi Mac, al lado de una ventana desde donde se ve el cielo azul y unos edificios de cemento y ladrillo, con unas balconadas inmensas. A las 12:30 saldré corriendo del trabajo hacia el notario, para que me firme los papeles del aval.
Estoy contenta porque es viernes. Otro viernes. Cuando llegue el lunes me pondré de mal humor, y me sentiré cansada. El martes, casi es peor. El miércoles, parece que ya no importa tanto. El jueves es un día simpático, y el viernes es especial. Cada semana igual.

Y pienso... ¿qué deben de estar haciendo ahora mismo en Plockton, al lado de la isla de Skye?
Seguramente, empezarán a abrir las tiendas y mucha gente estará disfrutando de su desayuno con pan, mermelada y zumo, o de unos huevos fritos con puré y bacon en los Bed & Breakfast. Los pescadores estarán volviendo con las redes llenas. Las gaviotas gritarán y planearán alrededor, excitadas al ver tanto pescado indefenso; el aire olerá a salitre y a mar; habrá marea alta, que cubrirá las escaleras de hierro y hará que las barcas se mezan con la brisa. Los jardines de las casas estarán renaciendo después de un duro invierno, alimentados por la humedad del ambiente.


En la isla de Skye, cerca de Portree, las ovejas lucirán toda su lana y balarán mansas mientras pastan por las colinas. Las vacas peludas intentarán ver a través de sus flequillos y utilizarán los postes de la luz para rascarse la cornamenta. Los terneros las observarán, rumiando un poco de hierba seca mientras menean el morro. Quizá Sam Crowe tenga algún inquilino en su acogedora habitación con vistas al prado de la Old Croft House Bed & Breakfast. Le habrá servido el desayuno vegetariano completo, habrá llevado al peque al colegio, y ahora puede que esté charlando con su vecina, pidiéndole unos huevos de sus loved chicken, o preparando unas galletitas de canela para sorprender a su huésped, que al volver de un paseo se las encontrará en un platito encima de la repisa de madera de la ventana.


En los alrededores del Castillo de Dunvegan, entre la bruma, un oystercatcher hurgará en la arena de los islotes con su largo pico rojo, esquivando a las focas que descansan panza arriba, y a las que se sumergen de nuevo para hacer acrobacias en las frías aguas del Mar de las Hébridas.


Lejos de allí, cruzando el Canal de la Mancha y bajando hasta el interior de Alemania, seguramente a través de una lluvia fina, en Bremen, estarán abriendo las pequeñas tiendas del barrio de los cuentos de Schnoor, salpicado de casas blancas con vigas de madera.  Más allá, en el pueblecito de Hann. Münden, cerca de Göttingen, la mujer risueña que cada día abre la Oficina de Turismo estará tomándose un brötchen con mermelada, esperando a que venga algún turista despistado al que poder embelesar con las historias del pueblo en que nació y del que se siente tan orgullosa.


Bajando todavía más, en Frankfurt, seguramente estarán montando las paradas del mercadillo; los tranvías estarán llenos de gente que se dirige a sus puestos de trabajo, y unas cuantas personas pasearán andando o en bicicleta por la avenida que bordea el Main River. Cerca del Römerberg, la anciana dependienta de la Tienda de los Gatos estará sentada en su mecedora, encima de los adoquines de la callejuela, acariciando a la gata que ronronea en su regazo y observando la variedad cultural y étnica que se despliega ante sus ojos.

Más cerca de aquí, en Lisboa, estarán escogiendo fados para poner de música ambiente en algún restaurante del barrio de la Alfama. Los niños correrán para llegar al colegio, la ropa bailará tendida en los balcones y los perros alzarán la cabeza, interrumpido el sueño por un instante. En Sintra, olerá a bosque. Una gata de pelo largo se desperezará en su pequeño jardín, tocando con las uñas un viejo baúl.


La pastelera estará arreglando la vitrina, colocando sus pasteles de nata recién hechos a la vista de los clientes, que empezarán a llegar. Más allá, en el Cabo da Roca, un mar turquesa se extenderá inmenso a través de la niebla. El viento arreciará, implacable, mientras un camarero del restaurante cercano mira con aire distraído el tan conocido faro del fin del mundo.


Y yo, estoy aquí, en Sarrià, observando este cielo, el mismo cielo. Y ya es hora de salir a buscar al notario.

martes, 15 de febrero de 2011

Zapatitos azules y felicidad


Acabo de terminar un libro con el que me han entrado ganas de saborear un té y un bizcochito, y que me ha hecho evocar las tierras áridas de África y su gente, que intuyo franca y sencilla.
Supongo que no es ninguna maravilla, tiene bastantes erratas (algo en lo que una se fija irremediablemente si pasa muchas horas corrigiendo textos), y el argumento no impresiona demasiado: una pequeña agencia de detectives, dirigida por una regordeta mujer madura en el taller mecánico de su marido, ayudada por una mujer fanática de los zapatos y un hombre que también hace de mecánico, se dedica a resolver de forma fácil y sin asomo de peligro casos triviales en Botsuana. El hilo argumental se desvía continuamente con episodios irrelevantes (como el de una serpiente que irrumpe en el despacho, un árbol cuyos enormes frutos pueden abrirle la cabeza a una persona, etc.); sin embargo, pese a esa poco interesante trama detectivesca, a mí me ha gustado. Me ha cautivado su forma simple de describir los paisajes de Botsuana, y de caracterizar a los personajes, con sus pensamientos, actividades y preocupaciones cotidianas. Me han entrado ganas de saber más de ese lugar. En conclusión, me ha dejado una sensación agradable y he pasado un buen rato leyéndolo. Y eso era precisamente lo que buscaba.

jueves, 10 de febrero de 2011

Historias en un taxi


Cuando voy a casa de mis padres, en el barrio de la Sagrera, y al día siguiente es laborable (lo cual se da poquitas veces), suelo evitar el metro y los FFCC y cojo un taxi para ir al trabajo.
No es solo por la comodidad de no tener que soportar empujones, sofocos y a gente atontada amontonada y formando tapón en los pasillos, sino porque, muchas veces, los taxistas tienen muy buena conversación.
Hoy, por ejemplo, me he subido en el taxi de un hombre de 43 años que me ha explicado algunas de sus andanzas desde que empezó a trabajar de taxista, hace ya 24 años.
Me ha comentado -todos me lo dicen-, que se nota la crisis. Que antes los críos iban a la escuela en taxi, y las empresas llamaban a taxis para sus traslados; ahora se ve que mandan a comerciales. Y que ahora no se te sube un tío y te dice: "Vámonos a Cádiz, ¡y te pasas una semana de pendoneo conmigo!". A los 19 años, ante locas propuestas como esa, el taxista se liaba la manta a la cabeza cual Pretty Man y aceptaba que gente forrada de pasta se lo llevara a Madrid, Cádiz, Zaragoza...; y, siempre con el taxímetro encendido, entraba con ellos en garitos "porque antes no se controlaba tanto lo de la alcoholemia, y yo nunca he tenido un solo accidente", y le invitaban a copas.
También me ha explicado que él le ha llevado putas a Maradona ("La Flaca", por ejemplo, pero eso "se queda aquí y nadie se entera"), y que a un amigo suyo unos millonetis le propusieron ir a dar vueltas por España buscando belenes curiosos para una tienda que se dedicaba a venderlos; que a él se lo habían propuesto antes, pero no le hizo gracia. De copas sí, pero de belenes no, que uno tiene sus principios.
Con aire madrileño (aunque él es de Barcelona, según me ha dicho), iba finalizando todas las historias con un "porque hay de todo, y cada uno es como es, escoge el camino que escoge y decide cómo y cuándo gastar su pasta, y todo es respetable, se trata de tomar decisiones y de llevar tu vida hacia donde a ti te hace gracia, sin tener que dar explicaciones a nadie." El camino que él ha tomado es trabajar desde los 19 años en su coche (la policía le paraba cada día, por la cara de niño que tenía), porque él siempre había querido ser pirata, pero un barco era muy caro; 14 horas al día, sin saber qué es "la tarjeta de paro", y tener ahora, que sigue siendo bastante joven, una casa grande en el campo, mujer (a la que conoció cuando se subió por primera vez en su taxi) e "hijos a los que no les falta de nada".
Puede que se lo haya inventado todo para entretenerme, cosa que le agradecería también, porque que yo sepa el servicio no va incluido en la tarifa; lo cierto es que estas curiosas historias que de vez en cuando me cuentan los taxistas, tan impregnadas de filosofía de bar, donde se entreteje la vida de tantas personas, me hacen empezar el día de otra forma y enriquecen mi punto de vista de la vida y de la gente. 
Antes de salir, le he comentado que lo suyo daría para escribir un libro. Y me ha contestado que bah, que sus historias son iguales que las que podría contar cualquier otro taxista, y que le hace ilusión conservarlas, en todo caso, para tener anécdotas curiosas que contar a sus nietos "cuando tenga ochentaypico años". Pero a mí también me ha regalado algunas, y me siento afortunada de haber conocido durante media hora del jueves por la mañana a otra persona sencilla, de la que probablemente no sale el nombre en Google y nunca ganará ningún premio, con una vida de película.

martes, 8 de febrero de 2011