sábado, 24 de noviembre de 2012

Te echo de menos

Mi gordo, mi chiquitín... algún día tendré ánimo para escribirte una entrada decente sin echarme a llorar. Ahora mismo, solo puedo colgar este anuncio... que me recuerda mucho a ti.

martes, 18 de septiembre de 2012

Escribiendo


 
El fuego siempre ha estado ahí. En lo más profundo de mi vientre. La primera vez que lo sentí tenía aproximadamente cinco años, debajo de aquel pino con las ramas cubiertas de espesa nieve.

Ese día me di cuenta de que la nieve que cae produce un sonido y que el mundo deja espacio para ese susurro. Sentí fuego entonces, y me reconfortó.

La siguiente vez que lo sentí fue en cuarto grado. En un ejercicio de redacción creativa, escribí un texto fantástico sobre nieve púrpura y cómo sabía a refresco de uva. Todos en mi clase pensaron que era asombroso,  pero yo sólo me rasqué la cabeza. Y ahí estaba ese fuego de nuevo, como una ascua encendida.

Estaba en octavo grado cuando la  Sra. Hansborough nos enseñó la belleza del ensayo. No entendí por qué a todos se les atravesó tanto aquella clase. Escribiendo los ensayos que se requerían cada semana me sentía como nadando. Era la cosa más natural del mundo. Las embestidas y el movimiento del agua suponían un esfuerzo, sí; pero me hacían sentir como en casa, y me mecía con las olas bailarinas. La Sra. Hansborough me recomendó participar en una competición de escritura ese año,  y por eso un día me senté en mi habitación yo conmigo misma con "mi sitio favorito" como tema para escribir. Era fácil. Claramente, escribiría sobre las cimas de los árboles y sobre cómo me llamaban. Escribiría sobre el ginko que casi tocaba el cielo, y sobre cómo sus ramas crecían como una escalera hacia el cielo, y sobre cómo, en otoño, me sentía en la gloria mientras las hojas caían como en una lluvia de oro.

Pero entonces, sentí algo muy intenso. Estaba como oprimida, presionada por las dudas y las preguntas, y surgió un chorro de agua fría, ahogando mi cabeza y mi corazón y dejándome sin aliento. Y caminé a tientas tratando de encontrar la luz, pero se había ido quién sabe dónde. Empapada por la frigidez del aire forzado.

Entonces, como un robot sin corazón y sin mente, escribí algo sobre mi perro en lugar de sobre las cimas de los árboles, y fue terrible, ya que todo el tiempo me sentí como con una pistola apuntándome la cabeza. Y, por supuesto, no conseguí nada en la competición. Ganó la chica que escribió una breve historia sobre su hermano muerto, por supuesto. Me fui a casa ese día, me subí a mi ginko, y dejé que el viento helado soplara con fuerza sobre mi vientre.

En el instituto, obtuve una esencia como de madera quemada, y me sentí a la vez consolada y fortalecida. Empecé a garabatear poemas impregnados de angustia adolescente, y era glorioso y liberador, y ridículo. Mis palabras se transformaban en fuelles, y privadamente me consumía por las llamas y me sentía Juana de Arco.

Entonces, vino la facultad y, con ella, una crisis espiritual intensa que me costó años superar, sin mencionar las miles de páginas escritas por otra gente que tenía la obligación de leerme. En todos esos años, no hubo lugar en mi vientre para el fuego. Incluso cuando me encontré con aquella muchacha en el vestíbulo, con su pelo al viento y los labios brillantes, que estaba especializándose en Escritura Creativa, me sentí incrédula. Recuerdo que me pregunté a mí misma: "¿Tú puedes realmente hacer eso? ¿Especializarte en escribir?"

Y quizá fue en ese momento cuando el mazo cayó con más fuerza, dispersando a los cuatro vientos las brasas y los escoldos. Cuando me pregunté a quién quería engañar. Cuando determiné que yo no era lo bastante sabia, o lo bastante erudita, o lo bastante inteligente, para seguir con esa farsa. Que yo no bebía ni fumaba ni me sabía vender lo suficiente como para escribir bien. No era ni lo suficientemente extravagante, ni lo suficientemente excéntrico.

El desafío me superó. Y fue el final.

Pero aquella mecha que ardía sin llama no pudo ser apagada.

Mi vida creció y se desarrolló. Caminé conscientemente por el páramo y el desierto. Experimenté el dolor, y la lucha, y la exaltación. Me di a mí misma y, a cambio, recibí bendiciones multiplicadas por cien. Me aparté del camino, y la vida me fue dada. Morí y renací.

Y todo eso me hizo despertar.

Estos días me siento como una guardiana del fuego. Y aunque algunos días creo que el fuego va a quemarme, me mantengo cerca.

Ese fuego ha crecido mucho ahora que me he unido a otros viajeros. Nos juntamos alrededor de barriles en llamas buscando el calor, la luz, la conexión. Cada uno de nosotros guarda el fuego del otro, y a veces las llamas son tan intensas que queman en su crepitar. Pero se trata del fuego lento, suave, que todo el mundo conoce y que nos mantiene vivos. Podríamos ser una comunidad de vagabundos, pero tenemos cuidado.

Y todo está claro ahora.

Donde hay fuego, hay vida.

            http://walkingintheslowlane.blogspot.co.uk/2012/09/on-writing.html 

jueves, 6 de septiembre de 2012

Bertolt Brecht


 
El cambio de rueda

Estoy sentado al borde de la carretera,
el conductor cambia la rueda.
No me gusta el lugar de donde vengo.
No me gusta el lugar adonde voy.
¿Por qué miro el cambio de rueda
con impaciencia? 

No aceptes

No.
No aceptes lo habitual como cosa natural.
Porque en tiempos de desorden,
de confusión organizada,
de humanidad deshumanizada, 
nada debe parecer natural.
Nada debe parecer imposible de cambiar.