miércoles, 30 de noviembre de 2011

La juguetería errante

En esta entrada os ponía una lista de algunas editoriales que me gustan, ya sea por su cuidada edición de los libros, como por su selección de títulos y de temas...
Actualmente, me estoy leyendo el primer libro que os enseñaba en esa entrada, publicado por la editorial Impedimenta: La juguetería errante. Todavía no he acabado, pero me está gustando tanto que os voy a hablar ya de él.

Ayer iba en el autobús pasando las páginas, y la verdad es que da gusto ya solo sostenerlo en la mano. La cubierta está ilustrada con mucho gusto, el material se nota que es bueno (cartón, papel...), el tamaño del libro es perfecto...
Se trata de una novela detectivesca, amena y entretenida, escrita con un lenguaje muy ágil pero rico en adjetivos y metáforas, irónico, que engancha de principio a fin. Aunque continuamente se introducen referencias literarias inglesas de autores y obras (quizá demasiadas), la trama es rápida y muy cinematográfica: se suceden la acción, las situaciones cómicas, a veces rozando lo absurdo, y de peligro (casi esperas que en cualquier momento vayan a soltarte un  «Continuará...»), que sobrepasan a los pobres personajes que las viven, excéntricos, impulsivos, entrañables... y muy ingleses. La ambientación me encanta: un Oxford estudiantil, vivo y alegre, de mediados del siglo XX. Casi puedes notar su ambiente y ver sus edificios de piedra apuntando al cielo, sus calles adoquinadas y su neblina.


Os regalo algunos fragmentos:
Un objeto rojo surcó como una bala Woodstock Road.
Era un coche deportivo extremadamente pequeño, ruidoso y destartalado. A lo largo del capó se habían garabateado con grandes letras blancas las palabras LILY CHRISTINE III. Un sugerente desnudo en cromo se inclinaba hacia delante en peligroso ángulo desde la cubierta del radiador. Alcanzó el cruce de Woodstock con Banbury, giró temerariamente a la izquierda y se internó a toda pastilla en el callejón que corre paralelo al St. Christopher college, consagrado al patrón de los viajeros (para los no iniciados, conviene indicar aquí que St. Christopher se encuentra puerta con puerta con St. John). Entonces viró para colarse por la puerta de hierro forjado y, a una velocidad de unas cuarenta millas por hora, procedió a recorrer la pequeña avenida de grava bordeada por rectángulos de césped y arbustos de rododendros. […] Era evidente que el conductor solo tenía sobre su vehículo un control limitado. La suya era una lucha desesperada con los mandos. El coche avanzó recto hacia la ventana donde el presidente del college, un hombre delgado y recatado, de gustos ligeramente epicúreos, estaba tomando el sol, ajeno a lo que se le venía encima. Al percatarse del peligro, retrocedió apresuradamente con cara de terror cerval y se quedó con la espalda pegada a la pared. Pero el coche evitó milagrosamente empotrarse contra sus dependencias, viró en redondo y se lanzó en picado hacia el muro que delimitaba la avenida, donde el conductor, con un tremebundo derrape y levantando pedazos enteros de césped, consiguió dar una vuelta completa al vehículo. En ese momento parecía que no podía haber nada capaz de detener su regreso incontrolado por el mismo camino por el que había venido, pero, desafortunadamente, al enderezar el volante, al conductor se le fue el pie al acelerador y el coche atravesó bramando la franja de césped, enterró su morro en un enorme seto de rododendros, se atascó, perdió velocidad y finalmente se detuvo en seco.
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Tanto los coches como los camiones, al parecer, se mostraban reacios a detenerse —esto ocurría en 1938, y los británicos motorizados sufrían una de sus periódicas y características olas de temor respecto a los robos de vehículos—, pero sucedió que un enorme cuatro ejes se detuvo ante sus gestos, y Cadogan se subió a él. El conductor era un hombre alto y taciturno, de ojos enrojecidos y cansados previsiblemente de tanta conducción nocturna.
—Me temo que el Viejo Marinero era mejor que yo en esto —dijo Cadogan alegremente mientras reiniciaban la marcha—. Al menos él se las arregló para parar a uno de cada tres que pasaban.
[Aquí hay un número a pie de página y se explica: «Es el comienzo de la inmortal Balada del Viejo Marinero, de Samuel T. Coleridge: He stopped one of three... (v.2)»]
—Algo leí yo de eso en la escuela —contestó el camionero después de una considerable pausa para pensarse la respuesta—. «Y mil, mil cosas asquerosas seguían vivas y yo también.» Y a eso lo llaman poesía... —dijo, y escupió despectivamente por la ventanilla.
Un tanto desconcertado, Cadogan evitó contestar. Ambos permanecieron en silencio mientras el camión cruzaba a toda pastilla las afueras de Didcot y se adentraba en campo abierto.
Unos diez minutos después...
—Libros —continuó el camionero—. Yo soy un gran lector, ¿sabe usted? Lo soy. Poesía no. Me gustan más los libros de historias de amor y de crímenes. Soy socio de una de esas... —lanzó un gran suspiro; con un enorme esfuerzo sufrió los trabajos del parto mental y finalmente dio a luz—: ¡una biblioteca ambulante de esas! —Súbitamente se puso melancólico—. Pero estoy harto ya de eso. Ya me he leído todo lo bueno que tienen. […] El otro día pillé uno bueno, vaya que sí. El amante de lady Noséquién. Ese era de los buenos, de los de antes, ya me entiende... —Se dio una palmada en el muslo y resopló lascivamente.
Algo asombrado ante aquellas demostraciones de alta cultura, Cadogan volvió a quedarse sin palabras.
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La chica de los ojos azules y el pelo rubio estaba incrustada en la zona de los contraltos, y no había modo de acceder a ella, salvo a través de los bajos, que estaban situados justo detrás de la orquesta. Así pues, la pareja se abrió camino a golpes entre los instrumentistas, bajo la envenenada mirada del Dr. Artemus Rains. El segundo trombón, un hombre albino y enano, se fue de tono con indignación. Brahms tronó y trompeteó en sus oídos. «¡Como ciegoooooos!», rugió el coro, «¡como ciegos de una hora terrible a otraaaa!». Fen y Cadogan se llevaron por delante el quiosquillo del percusionista, que estaba sudando y contando acordes, así que, cuando llegó el momento de dar su golpe de platillos, se equivocó estrepitosamente y se puso a maldecir.
Cuando finalmente llegaron al refugio de los bajos, se les planteó una cantidad ingente de dificultades. El Sheldonian no es un lugar particularmente espacioso, y los miembros de una gran coral tienen que apiñarse en condiciones que frecuentemente no se distinguen mucho de las que tuvieron que sufrir los presos del Agujero Negro de Calcuta. [Aquí vuelve a haber un pie de página, pero no os lo explico, ¡que me canso de escribir!]
Fen y Cadogan, sudorosos y montando un espantoso alboroto, consiguieron penetrar en la zona de los bajos hasta una cierta profundidad (hay que decir que Cadogan fue despojándose de la cesta de mimbre, de los cordones y del collar de perro a medida que avanzaba), hasta que literalmente ya no pudieron penetrar ni un centímetro más en la vorágine. Estaban atascados, e incluso la vía por la que habían accedido se encontraba ya cerrada e irrevocablemente sellada. Todo el mundo los miraba con gesto airado. Es más, un anciano que llevaba cincuenta años cantando en la Händel Society agarró una partitura de Brahms y les atizó con ella en la cabeza. Pero el momento más desgraciado llegó cuando Fen, viendo que no tendrían posibilidad de moverse durante algún tiempo, y satisfecho de haberse detenido justo en aquel lugar, al tiempo que le echaba un ojo a la chica rubia, decidió contribuir a aquel momento glorioso uniéndose a los cánticos; baste decir que la voz de Fen, aunque era poderosa, no estaba en tono ni tampoco entró a tiempo.
«¡No nos quedamos QUIETOOOOOOS!» —gritó de repente—, «¡somos VAGABUNDOOOOOS!»— Algunos de los bajos que estaban delante se volvieron como si les hubieran arreado un sopapo en la coronilla—. «¡Nosotros, pecadores!», continuó Fen sin darse por aludido, «¡mortales pecadores!»
Aquello ya fue demasiado para el Dr. Artemus Rains. Golpeó con la batuta en el atril, y el coro y la orquesta se quedaron en silencio. Hubo un murmullo general, cargado de sombríos comentarios de preocupación. Todo el mundo permanecía atento.
—¡Profesor Fen! —dijo el Dr. Rains con dolorosa contención. Se hizo el silencio—. Corríjame, pero creo que usted no es miembro de este coro. Siendo ese el caso, ¿sería usted tan amable de hacernos el favor de largarse de aquí de inmediato?
Hay que decir que Fen no era un hombre que se dejara amedrentar fácilmente, ni siquiera por la presencia hostil de cuatrocientos músicos levemente enfadados.
—Creo que esa es una consideración de lo más reaccionaria, Rains —replicó Fen por encima de las gradas de coristas boquiabiertos—. De lo más reaccionaria y descortés, diría yo. ¡Es una afrenta! Solo porque ha dado la casualidad de que he cometido un pequeño error a la hora de ejecutar un pasaje extremadamente difícil...

martes, 29 de noviembre de 2011

Janet Foxley

Hoy he conocido a una nueva autora de cuentos infantiles, Janet Foxley, y me ha gustado tanto que me quiero comprar dos libros. Aunque sean para niños de diez años, sé que los disfrutaré mucho, ¡como buena cría que soy!!! A lo mejor me los compro en inglés y todo.
Son estos (clicad encima de las imágenes):


martes, 15 de noviembre de 2011

Mejor reir que llorar


Y bueno, estas dos que no tienen mucho que ver con lo anterior, pero me tocan de cerca: