sábado, 30 de abril de 2011

Tokyo - El barrio de Minato I

El primer día de mi estancia en Tokyo me había propuesto algo sencillito: conocer el barrio donde se encontraba mi hotel y ser capaz de no perderme y de volver sana y salva a mi habitación. Había muchos lugares que me apetecía ver: la Torre de Tokyo, el Templo de Zozoji, el puerto, la isla de Odaiba... Pero, independientemente de esos hitos, era mi primer día, así que todo me impresionaba; todo era diferente, un espectáculo para mis ojos. Me daba miedo pestañear y dejarme algo curioso por el camino, y llevaba la cámara pegada a la cara.
Lo primero que me llamó la atención por las calles fue la forma de vestir de la gente. Iban todos muy elegantes, y la mayoría vestía siguiendo un modelo: camisa blanca y pantalones negros o azul marino en el caso de los hombres, y blusas claras y minifaldas oscuras en el caso de las mujeres; además, muchas de ellas iban con parasol, aunque no hacía demasiado sol. Los jóvenes iban más informales; creo que cuando los japoneses dan el paso y dejan de estudiar para entrar a trabajar transforman su indumentaria, va unido a "hacerse mayor y responsable". Los adultos conformaban un ejército de caras serias yendo al trabajo en bici o andando; algunos incluso parecían desfilar con paso marcial.
Me sentía tremendamente diferente y fuera de lugar, pero eso no me incomodaba, al contrario, me divertía. Más adelante sí que llegaría a invadirme cierta sensación desagradable de aislamiento (de la que tanto había oído hablar, por ejemplo en la peli Lost in Translation), pero era demasiado pronto para eso.
Localicé una de las paradas de Metro cercanas, ya que debería cogerlo en los siguientes días, y le hice una foto:


Otro detalle que me llamó mucho la atención fue ver máquinas expendedoras de bebidas por todas partes. Me fijé en cada botella, les hice fotos y compré unas pocas. La mayoría se basaban en el té verde; también había las "tipicas" Coca-Cola o Fanta, pero de sabores raros...




También me fijé en los letreros y señales que bordeaban las calles y los parques. Los japoneses tienen la costumbre de ilustrarlo todo con muñequitos y dibujitos graciosos, aunque se trate de señales de prohibición. En el Metro me encontré con muchos más ejemplos, ya publicaré una entrada dedicada al tema. De momento, una muestra de los que vi ese día:



Después de ir vagando un rato con la boca abierta haciendo fotos, decidí dirigirme a la Torre de Tokyo. Se veía despuntar al fondo, pero por si acaso fui siguiendo el plano:


Al cabo de un ratito, me encontré justo debajo de la réplica de la Torre Eiffel (dicen que la de Tokyo es más grande, yo no la vi tan alta, pero he de confesar que tampoco recuerdo la francesa en vivo para comparar). Hice fotos a diestro y siniestro, porque había máquinas de gofres con muestras de cera, arcos con móviles (llamados fuurin) colgando al aire, estatuas de perros, mil familias pintorescas, puestecitos con comida muy curiosa y una tienda de souvenirs que me volvió loca; pero no pondré aquí todas las imágenes, porque ocuparían mucho espacio. 




Además, justo al lado estaban actuando una mujer y un mono muy salao...




Cansada por tantos estímulos, pero feliz, pensé en desandar mis pasos hacia el hotel para visitar el Templo de Zozoji. Pero me había entrado mucha hambre, así que antes entré en una tienda y visité varios tenderetes para comprar algo y comérmelo en un banco (sabía que es de muy mala educación comer mientras se camina).


viernes, 29 de abril de 2011

Tokyo - Viaje y hotel

Hace mucho tiempo que quería escribir sobre mi escapada a Tokyo, y he empezado varias veces en otros blogs, pero nunca he terminado de contar lo que viví. Creo que esta vez estoy preparada. Iré poco a poco, sin pretender explicarlo todo, porque es imposible. Más adelante ya iré añadiendo detalles, anécdotas y reflexiones, en otras entradas sueltas.
Fui hace dos años, yo sola, sin saber chapurrear más de diez palabras en japonés, únicamente cinco días (más los correspondientes al viaje), debido a mi precariedad económica...
Como pasa la mayoría de las veces que emprendo una aventura disparatada, no solo no me arrepiento de haberme tirado a la piscina, sino que fue una experiencia maravillosa e impactante que recordaré toda mi vida.
Cuando me dirigí al aeropuerto de Madrid aquel día de agosto de 2009, no tenía miedo ni nerviosismo (y eso suele ser extraño en mí), sino que estaba profundamente emocionada, con una ilusión a prueba de bombas, dispuesta a superar cualquier dificultad que pudiera encontrarme y sin grandes expectativas que pudieran frustrarse.
Me preparé para un vuelo de 15 horas, puse la mente en blanco y me dejé llevar por aquel avión de Finnair hasta Helsinki. Poco antes de aterrizar en la ciudad, después de 5 horas, mantuve la cara aplastada contra el cristal de la ventanilla durante bastante rato, observando los bosques y lagos que se acercaban. Solo podía pensar: "Estoy en Finlandia, ¡estoy en Finlandia!" Pero lo único que visité del país fueron las tiendas de pieles, maderas, arenques y carne de reno y oso del aeropuerto.


No tenía que recoger las maletas, porque me las enviaban directamente a Tokyo, así que todo fue como la seda. Me subí al segundo avión, que sería el que me llevaría al destino final. Me dieron una mantita, un antifaz, unos auriculares y un pequeño estuche con un cepillito de dientes y un peine, que toqueteé emocionada ante la cara risueña de mi compañera de vuelo.
La verdad es que no se me hizo largo el viaje, seguramente porque iba muy mentalizada, y porque me encantó todo lo referente al segundo avión: la pantallita con juegos, documentales y películas, el mando a distancia, incluso la comida que nos dieron. Vi algunos documentales, entre ellos uno de Helsinki (que no me llamó demasiado la atención); y una película china y otra hawaiano-japonesa que me encantaron. Solía escoger la opción de escucharlas en v.o. con subtítulos en inglés o en italiano (en español había poca cosa).


Al llegar al aeropuerto de Narita, en Tokyo, ya eran las 7 o las 8 de la mañana. Había conseguido dormitar bastante en el avión, y entre eso y la adrenalina provocada por la ilusión, estaba despierta y animada. No tuve nada de jet lag. Me dirigí a Información y pregunté por la salida de los buses especiales hacia el centro de la ciudad. Hablaban bastante bien el inglés, y me lo indicaron con una sonrisa. El lugar estaba muy cerca, y al entregar el billete, que había comprado previamente en una agencia, no tuve ningún problema. Iba diciéndome: "¡Primera prueba superada!" "¡Segunda prueba superada!" De momento todo estaba yendo muy bien y me sentía orgullosa de mí misma.
Las paradas del autobús correspondían a hoteles. Cada vez que se detenía el vehículo, locutaban el nombre del hotel, el barrio y la calle varias veces, y algunos recepcionistas del hotel ayudaban a los clientes a bajar las maletas y les enseñaban el camino hacia la habitación. Todos hacían muchas reverencias y se comportaban con una educación y profesionalidad pasmosas.
Al cabo de un rato, anunciaron lo que yo esperaba oír: Hotel Shiba Park, Shiba-koen, Minatu-ku. También yo tenía recepcionistas esperando en la puerta, que sabían algo de inglés (aunque no mucho), y me guiaron hasta la habitación. Era grande, limpia, con una cama de matrimonio, un escritorio con cajones repletos de material de oficina; una silla y un televisor. Encima del escritorio había un calentador de agua y una bandejita con tés y otras infusiones.


Fui corriendo al lavabo a ver el inodoro, y no me decepcionó: tenía sus botoncitos de agua a presión, de aire caliente, y otros que no conseguí identificar.


Después de ordenar mis cosas, de dar vueltas y vueltas por la habitación y de asomarme a la ventana varias veces, decidí bajar a recepción, donde pedí un plano de la zona y un adaptador de enchufe. Tenía varios planos de Tokyo, del metro, etc., en dos guías que me había comprado y que llevaba en una mochilita. Armada con todo ello y con miles de yenes en efectivo, salí a conocer el barrio de Minato.

jueves, 7 de abril de 2011

Los gatos de Ulthar


Cuando miro a mis pequeños peludos ronroneando en mi regazo (o en mi cuello), jugando con cordelitos o "hablándome" emocionados por verme después de un día entero fuera, soy incapaz de relacionarlos con los gatos de los que se habla genéricamente, independientes, egoístas y despreocupados.
Y mucho menos con los de esta historia, aunque la verdad es que es de justicia lo que sucede, y deja un buen sabor de boca. Al menos, a ellos.
Se dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto, y el portador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra África. La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.

En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de los gatos, vivían un viejo campesino y su esposa, quienes se deleitaban en atrapar y asesinar a los gatos de los vecinos. Por qué lo hacían, no lo sé; excepto que muchos odian la voz del gato en la noche, y les parece mal que los gatos corran furtivamente por patios y jardines al atardecer. Pero por cualquiera que fuera la razón, este viejo y su mujer se deleitaban atrapando y matando a cada gato que se acercara a su cabaña; y por los ruidos que se escuchaban después de anochecer, varios lugareños imaginaban que la manera de asesinarlos era extremadamente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo y su mujer; debido a la expresión habitual de sus marchitos rostros, y porque su cabaña era muy pequeña y estaba oscuramente escondida bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero. La verdad era que, por más que los dueños de los gatos odiaran a estas extrañas personas, las temían aún más; y, en vez de enfrentarse a ellas como asesinos brutales, solamente tenían cuidado de que ninguna mascota o ratonero apreciado fuera a desviarse hacia la remota cabaña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún inevitable descuido algún gato era perdido de vista, y se escuchaban ruidos después del anochecer, el perdedor se lamentaba impotente; o se consolaba agradeciendo al Destino por no ser uno de sus hijos el que de esa manera había desaparecido. Y es que la gente de Ulthar era simple, y no conocía el sagrado origen de los gatos.

Un día, una caravana de extraños peregrinos procedentes del Sur entró a las estrechas y empedradas calles de Ulthar. Oscuros eran aquellos peregrinos, y diferentes a los otros vagabundos que pasaban por la ciudad dos veces al año. En el mercado vieron la fortuna a cambio de plata, y compraron alegres cuentas a los mercaderes. Cuál era la tierra de estos peregrinos, nadie podía decirlo; pero se les vio entregados a singulares oraciones, y se observó que habían pintado en los costados de sus carros insólitas figuras, de cuerpos humanos con cabezas de gatos, águilas, carneros y leones. Y el líder de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos, y un curioso disco entre los cuernos.

En esta singular caravana había un niño pequeño sin padre ni madre, sino con sólo un gatito negro a quien cuidar. La pandemia no había sido generosa con él, mas le había dejado esta pequeña y peluda cosa para mitigar su dolor; y cuando uno es muy joven,  puede encontrar un gran alivio en las vivaces travesuras de un gatito negro. De esta forma, el niño, al que la gente oscura llamaba Menes, sonreía más frecuentemente de lo que lloraba mientras se sentaba jugando con su gracioso gatito en los escalones de un carro pintado de manera extraña.
Durante la tercera mañana de estancia de los peregrinos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; y mientras sollozaba en voz alta en el mercado, ciertos aldeanos le contaron del viejo y su mujer, y de los ruidos escuchados por la noche. Y al escuchar esto, sus sollozos dieron paso a la reflexión, y finalmente a la oración. Estiró sus brazos hacia el sol y rezó en un idioma que ningún aldeano pudo entender; aunque no se esforzaron mucho en hacerlo, pues su atención fue absorbida por el cielo y por las formas extraordinarias que las nubes estaban asumiendo. Era algo muy extraño, pues mientras el pequeño niño pronunciaba su petición, parecían formarse arriba las figuras sombrías y nebulosas de cosas exóticas; de criaturas híbridas coronadas con discos de costados astados. La naturaleza está llena de ilusiones como esa para impresionar al imaginativo.

Aquella noche los errantes dejaron Ulthar, y no fueron vistos nunca más. Y los habitantes se preocuparon al darse cuenta de que en toda la villa no había ningún gato. De cada hogar el gato familiar había desaparecido; los gatos pequeños y los grandes, negros, grises, rayados, amarillos y blancos. Kranon el Anciano, el burgomaestre, juró que la gente siniestra se había llevado a los gatos como venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo a la caravana y al pequeño niño. Pero Nith, el enjuto notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran probablemente los más sospechosos; pues su odio por los gatos era notorio y, con creces, descarado. Pese a esto, nadie osó quejarse ante la siniestra pareja, a pesar de que Atal, el hijo del posadero, juró que había visto a todos los gatos de Ulthar al atardecer en aquel patio maldito bajo los árboles. Caminaban en círculos lenta y solemnemente alrededor de la cabaña, dos en una línea, como realizando algún rito de las bestias, del que nada se ha oído. Los aldeanos no supieron cuánto creer de un niño tan pequeño; y aunque temían que el malvado par había hechizado a los gatos hacia su muerte, preferían no confrontar a los viejos campesinos hasta encontrárselos fuera de su oscuro y repelente patio.

De este modo Ulthar se durmió en un infructuoso enfado; y cuando la gente despertó al amanecer ¡he aquí que cada gato estaba de vuelta en su acostumbrado fogón! Grandes y pequeños, negros, grises, rayados, amarillos y blancos, ninguno faltaba. Aparecieron muy brillantes y gordos, y sonoros con ronroneante satisfacción. Los ciudadanos comentaban unos con otros el suceso, y se maravillaban no poco. Kranon el Anciano nuevamente insistió en que era la gente siniestra quien se los había llevado, puesto que los gatos no volvían con vida de la cabaña del viejo y su mujer. Pero todos estuvieron de acuerdo en una cosa: que la negativa de todos los gatos a comer sus porciones de carne o a beber de sus platillos de leche era extremadamente curiosa. Y durante dos días enteros los gatos de Ulthar, brillantes y lánguidos, no tocaron su comida, sino que solamente dormitaron ante el fuego o bajo el sol.
Pasó una semana entera antes de que los aldeanos notaran que, en la cabaña bajo los árboles, no se prendían luces al atardecer. Luego, el enjuto Nith recalcó que nadie había visto al viejo y a su mujer desde la noche en que los gatos estuvieron fuera. La semana siguiente, el burgomaestre decidió vencer sus miedos y llamar a la silenciosa morada, como un asunto del deber, aunque fue cuidadoso de llevar consigo, como testigos, a Shang, el herrero, y a Thul, el cortador de piedras. Y cuando hubieron echado abajo la frágil puerta sólo encontraron lo siguiente: dos esqueletos humanos limpiamente descarnados sobre el suelo de tierra, y una variedad de singulares insectos arrastrándose por las esquinas sombrías.

Posteriormente hubo mucho que comentar entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el forense, discutió largamente con Nith, el enjuto notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados con preguntas. Incluso el pequeño Atal, el hijo del posadero, fue detenidamente interrogado y, como recompensa, le dieron una fruta confitada. Hablaron del viejo campesino y su esposa, de la caravana de siniestros peregrinos, del pequeño Menes y de su gatito negro, de la oración de Menes y del cielo durante aquella plegaria, de los actos de los gatos la noche en que se fue la caravana, o de lo que luego se encontró en la cabaña bajo los árboles, en aquel repugnante patio.

Y, finalmente, los ciudadanos aprobaron aquella extraordinaria ley, la que es referida por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir, a saber: que en Ulthar ningún hombre puede matar a un gato.

H.P. Lovecraft

sábado, 2 de abril de 2011

Fotos y vídeos de Japón

Ya he colgado todas las fotos y vídeos de Japón que quería en el Flickr, clasificados en álbumes y comentados:


Y aún está en pie lo de la comida que falta por identificar...