martes, 22 de marzo de 2011

Regalando palabras (Juan José Millás)


Palabras

Si al abrir la boca, en lugar de palabras, nos salieran libélulas, estudiaríamos entomología para conocernos mejor. Pero las palabras son también formas biológicas perfectamente articuladas que segregan ideas como las serpientes veneno o las abejas miel. El entomólogo de las palabras es el lexicógrafo, al que no es raro ver en las esquinas armado de una red con la que atrapa voces que luego ordena, al modo de una colección de insectos, en el interior de un volumen. La diferencia entre el diccionario y las cajas de escarabajos atravesados por un alfiler es que en un buen diccionario de uso las palabras se mantienen vivas. Las hay con cabeza, tórax y abdomen, o con caparazón, artejos, aguijones y labros. Muchas poseen unas formaciones oscuras que al levantarse con el misterio de las faldas dejan ver esa suerte de lencería fina, los élitros, con los que vuelan alrededor de los labios de las mujeres y los hombres antes de diluirse en el aire como el hielo en agua.
Hay palabras que dicen lo contrario de lo que significan y palabras que aun no significando nada consiguen atravesar la barrera de los dientes y aletear como un pájaro ciego durante unos instantes ante nuestros oídos. Algunas viven siglos y otras desaparecen a las 24 horas de ser alumbradas. Muchas sólo nacen para fecundar el lenguaje, por el que son devoradas una vez cumplida su función reproductora. A ciertas voces, después de haber sido encerradas dentro de una definición, se les escapa el significado, como el jugo de una fruta abierta, y cuando vuelves a usarlas no tienen sentido o han adquirido uno nuevo y sorprendente.
Un diccionario, pues, viene a ser un terrario en el que en lugar de ver salamandras o ranas o tritones vemos la palabra salamandra, la palabra rana, la palabra tritón, incluso la palabra palabra, mostrándonos sus hábitos significativos o formales, sus articulaciones, su extracción social, sus intereses. Aguilar acaba de publicar el de Manuel Seco, que constituye hoy por hoy el mejor zoológico de términos vivos conocido. Al recorrerlo, uno se da cuenta de que estamos hechos de palabras, como la Biblia o el Quijote, a cuyo lado, en todas las casas, debería haber un diccionario.

Palabras, palabras

De repente, en medio de una entrevista que discurría por los cauces habituales, sin que nada inquietante surgiera por uno u otro lado, la periodista me preguntó con expresión ingenua:
-A usted le están pidiendo palabras todo el día, ¿verdad?
-¿Qué quiere decir?
-Palabras para artículos, palabras para conferencias, palabras para novelas... ¿No se le acaban nunca las palabras?
-Uso varias veces la misma -respondí para salir del paso, e intercambiamos una sonrisa cómplice.
-Pero en algún momento se le acabarán -insistió ella.
-A veces, sí -concedí-, de ahí la expresión quedarse sin palabras.
-¿Y entonces qué hace?
-Continúo hablando o escribiendo. Tarde o temprano empiezan a salir otra vez.
-¿De dónde?
-Es usted una pesada. Yo no sé de dónde salen las palabras, pero sí sé que tengo más cuanto más las consumo. Funcionan al revés del dinero: si uno las invierte en valores seguros, no dan nada. Hay que gastarlas, incluso malgastarlas, para que su precio suba como la espuma. Hace diez años tenía menos palabras que ahora, a pesar de haberlas derrochado a millones, y dentro de otros diez espero haber multiplicado mi capital por mil.
-¿Y qué hará con ellas?
-Lo mismo que ahora. Darlas en conferencias, en artículos, en libros. Darlas por teléfono. Darlas a grito. Darlas a través del fax y del telégrafo.
-Lo dice usted como si le molestaran. Parece que habla de insectos más que de palabras.
-Es que se reproducen al mismo ritmo. ¿Pero usted por qué no me pregunta lo que todo el mundo?
-Porque estoy llena de palabras y no sé que hacer con ellas.
-Démelas, escribiré con ellas una novela.
Pero no me las dio. Moraleja: sí sabía qué hacer.


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