domingo, 1 de mayo de 2011

Tokyo - El barrio de Minato II

Cuando hube acabado de saborear mi comida al pie de la Torre de Tokyo, volví hacia el hotel. Según el plano, a medio camino se encontraba el Templo de Zojoji.
Se veían grandes rascacielos al fondo, seguramente pertenecientes a la parte más moderna de Roppongi, zona famosa por sus oficinas, boutiques de lujo, discotecas y restaurantes. La verdad es que no me llamaba demasiado la atención. 
Seguí mi camino y descubrí, a un lado, un gracioso templo con un buda en la entrada. A medida que iba acercándome, los ruidos de la ciudad fueron mitigándose hasta desaparecer, y me invadió la tranquilidad. Cuando entré, me quedé parada por la impresión. Era increíble... Aquel primer templo sería el que más me impactaría de todo el viaje (más aún que el de Asakusa o que los de Nikko), y el único donde pude hacer fotos del interior.




Delante del altar había unas urnas donde se quemaba incienso y una especie de recipiente grande y rectangular con barrotes. Cuando me asomé para comprobar el contenido, vi que estaba lleno de monedas.


Salí del templo pensando que aquel día ya no podría encontrar nada más espectacular que lo que acababa de ver... Pero me equivocaba.
Volví a coger el plano para intentar reanudar el camino hacia el Templo de Zojoji. Cuando llevaba unos pasos, de pronto, me rodeó la vegetación. Me di cuenta de que a derecha e izquierda se extendía un parque inmenso, como un pequeño bosque surgido en medio del asfalto.


Continué, fijándome por si encontraba una entrada, y de pronto descubrí, pegadas a la valla que me separaba del parque, decenas de pequeñas estatuas de piedra con gorritos de punto rojos y baberos. Me acerqué y observé que había también un templo y una estatua con una aureola.
Gracias a una entrada que se abría más adelante, pude acceder y adentrarme en el parque. Inmediatamente, los coches y los edificios desaparecieron. Solo se percibía vegetación, ruido de chicharras cantando a la vez, y algún graznido de cuervo. Un río fluía a mis pies, atravesado por un puente de troncos, y formaba un pequeño laguito. Cerré los ojos. Era como si acabara de entrar en otra dimensión.



Me dirigí al lugar donde había visto las extrañas figuras, y pronto me encontré con varios pequeños templos, con la estatua de la aureola y con las estatuillas de los gorritos: montones de seres inanimados que fijaban su vacía mirada en mí, asidos a unos molinillos de viento de colores. Todo el conjunto era inquietante, provocaba una sensación como onírica y de ultratumba. Me hice varias autofotos con la estatua y los desconcertantes muñequitos.



A los lados, además del templecito que parecía corresponder a las estatuas de los gorritos, había un altar con un cuervo y unos kanjis grabados, una fuente y dos cacitos; y otro presidido por un buda en una flor de loto, también con una aureola, un gorrito rojo y un babero.



Tengo tantas fotos de este parque y sus templos que me ha resultado realmente difícil hacer una selección. Más adelante comprendí el significado de las estatuas, de los templos y de la fuente con los cacitos. Pero eso tendré que explicarlo en otra entrada.
Continué caminando por el parque, entre caminitos, ríos y vegetación, subiendo escaleras de troncos y de piedras y escuchando el incesante canto de las chicharras. Continuamente se veían altares con figuras de animales: zorros, cuervos... Al acabar de subir un pequeño montículo, me encontré con un tigre enorme que me observaba a contraluz.





Después de admirar durante un rato la imponente estatua, empecé a sentir un picor en las piernas, aunque no le hice mucho caso. Estaba muy cansada, así que, aunque aún era pronto, decidí volver al hotel, cenar y descansar un poco.
Salí de aquel bello parque y, de camino al hotel, aún me dio tiempo de encontrar el Templo de Zojoji, guardado por dos grandes diablos:



Pero para entonces estaba tan cansada que creo que ni me sorprendí. Hice unas cuantas fotos y volví a emprender la vuelta hacia el hotel. Al cabo de un rato, encontré un restaurante donde entré a comerme unos merecidos yakisoba con cerveza para cenar, cuando aún no eran las 18 de la tarde.

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